Mientras agosto llega a su ecuador, ocho millones de estudiantes, casi 700.000 profesores y más de medio millón de familias viven en la más absoluta de las incertidumbres. Nadie sabe a ciencia cierta qué pasará en apenas unas semanas en las 28.000 escuelas del país y, a medida que se acerca el teórico inicio del curso académico, la sensación de que los centros educativos serán el gran tema de los próximos meses empieza a extenderse por la sociedad.
A día de hoy, y sin que las escuelas hayan reabierto, España ya es el país de Europa Occidental con más casos de coronavirus. Por eso, resulta inevitable examinar la situación en que están los países que ya han reabierto las escuelas para ver los retos a los que nos enfrentamos y lo que podemos aprender.
El fracaso israelí: cómo convertir un éxito en una enorme tragedia
El mejor ejemplo de los peligros que conlleva la apertura precipitada de las escuelas quizás sea Israel. A principios de marzo, el país de nueve millones de habitantes cerró sus fronteras y un par de semanas después clausuró las escuelas enviando a sus dos millones de estudiantes a casa. Tanto la Pésaj como el Ramadán se celebraron en abril bajo confinamiento.
Funcionó. En unas pocas, los 750 casos diarios de los peores días de la epidemia pasaron a ser un par de decenas y, dando la primera oleada del virus por superada, los estudiantes más jóvenes empezaron a regresar a las escuelas en pequeños grupos dividiendo la semana en turnos para impedir las aglomeraciones. Los estudiantes mayores empezaron a acudir a los institutos para terminar sus exámenes.
Con las cifras en descenso y previendo las consecuencias económicas de las medidas sanitarias, el día 17 de mayo el Gobierno israelí reabrió completamente las escuelas. El ministro de educación, Yoav Gallant, explicó que la "misión inmediata" de su departamento era permitir cuanto antes que los padres regresaran a sus puestos de trabajo con tranquilidad.
Para esa fecha, ya habían reabierto los centros comerciales, los mercados al aire libre y los gimnasios; en cuestión de semanas, lo harían las sinagogas, las iglesias y las mezquitas, los restaurantes, los bares, los hoteles y los lugares de celebraciones. Netanyahu, el primer ministro del país, estrenaba su nuevo mandato bajo un lema sencillo y eficaz: "empleo, empleo y empleo". La prioridad del Gobierno era descongelar la economía.
Algo más que razonable, pero que, en cuestión de días, se demostró precipitado. El 26 de mayo se encontró el primer caso en un instituto de Jerusalén. Tras hacer pruebas, el centro tenía 153 estudiantes y 25 profesores infectados. El 60% eran asintomáticos. Mientras tanto, las cifras generales seguían bajando y las escuelas hacían lo que podían para compatibilizar las instrucciones del Ministerio (uso de mascarillas, ventanas abiertas, distancia de seguridad) con unas instalaciones que sencillamente no estaban preparadas para ello.
En ese momento, llegó la ola de calor y las autoridades educativas rápidamente comprendieron que tener a los niños hacinados en salas abiertas al calor ambiental era muy problemático. Durante cuatro días, suspendieron las medidas de seguridad (cerraron las ventanas, conectaron la climatización, eliminaron el uso obligatorio de las mascarillas) y esa decisión precipitó el desastre.
Una semana después, ante la aparición de brotes en distintos colegios, el Gobierno se comprometió a cerrar toda escuela que tuviera un solo caso activo. Lo que se tradujo en 240 escuelas cerradas y 22.520 personas (entre alumnos y personal) en cuarentena. A finales de junio, según el Ministerio de Sanidad israelí, 977 casos habían contraído el virus en los colegios e institutos.
Sin embargo, esas cifras no eran precisas. No podían serlo. Al fin y al cabo, no se rastrearon los contactos y importantes cargos sanitarios del país señalan esto como "el gran error de la desescalada". Lo único que sabemos es que para esas fechas, finales de junio, las infecciones diarias confirmadas ya habían superado las 750 del pico anterior y un mes después, superaban las 2000 al día. Hoy por hoy, Israel está de nuevo en la casilla de salida: el inicio del curso escolar se acerca y no tienen muy claro qué pueden hacer.
Un problema que supera, con mucho el estado de Israel
Pero Israel no está solo frente a este problema. Al contrario. El SARS-CoV-2 hizo que 1.500 millones de alumnos se quedaran en casa y, a medida en que pasaban las semanas, pediatras y educadores empezaban a preguntarse si el confinamiento no estaría haciendo más mal que bien. En muchos países, el sistema educativo es una pieza central en el bienestar físico, nutricional y emocional de los niños. Sin escuelas, había indicios de que el abuso infantil estaba creciendo.
Más de 1500 expertos del Royal College of Paediatrics and Child Health del Reino Unido, firmaron una carta abierta el mes de junio en la que denunciaban el riesgo de que el cierre de escuelas "marcara las oportunidades de toda una generación de jóvenes". A esto se sumaba el hecho de que, como hemos explicado en numerosas ocasiones, durante meses el papel que jugaban los niños en la pandemia ha sido una incógnita. Es más, pese a que se llegó a pensar que los niños eran "bombas de relojería" epidemiológicas las investigaciones sugerían que estábamos equivocados.
Durante el mes de junio más de 20 países abrieron colegios e institutos uniéndose a países como Taiwán, Nicaragua o Suecia, que nunca las habían cerrado. Uno de los casos más llamativos es el del Greenfield Central Junior High School de Indiana (Estados Unidos) que tuvo que ponerse en cuarentena el mismo día en que se re-abrió tras confirmar que un caso entre los alumnos del centro. En algunos campamentos de verano la situación ha sido idéntica.
Esto ha hecho que muchos distritos escolares estadounidenses con intención de reabrir hayan echado el freno y 19 de los 25 distritos más grandes del país ya han anunciado que comenzarán de forma remota. No es extraño, si nos fijamos en los análisis del New York Times, las escuelas de todo el sur de Estados Unidos recibirían un infectado por cada cien alumnos si reabrieran en estos momentos. Situaciones similares se pueden encontrar en la mayor parte de países del mundo.
¿Tan problemáticas son las escuelas?
La mejor respuesta que podemos dar es "depende". Depende de las escuelas, concretamente. Desde casi el principio de la pandemia, ciertos "experimentos naturales" han ido insinuando que el virus no afecta por igual a todos alumnos. El caso de Crépy-en-Valois, al norte de París, donde dos profesores de secundaria se infectaron durante febrero y contagiaron, al menos, al 38% de los alumnos, el 43% de los maestros y el 59% del personal no docente del centro, nos permitió ver lo diferente que eran las dinámicas en los institutos frente a las escuelas primarias.
Esto es algo que hemos podido ver en numerosos países. Desde el instituto jerosolimitano del que hablábamos antes hasta el instituto Marist College de Auckland (Nueva Zelanda) donde, con casi un centenar de casos, se cocinó el segundo mayor brote del país. Y los datos de Corea del Sur (que examinaron más de 5400 casos descubriendo que cuando el paciente tenía de 10 a 19 años la probabilidad de contagio en el hogar era mayor — alcanzando al 20% de los convivientes — que si tenía entre 0 y 9 años — entorno al 5%) apuntan en la misma dirección.
Sin embargo, también contamos con casos preocupantes en primaria (un brote de 38 personas en Jaffa u 11 — casi la clase entera — en Trois-Rivières) e infantil. En las escuelas infantiles, el caso texano es especialmente interesante (y preocupante). Un análisis de los 883 centros del estado, arrojaron al menos 894 profesores y 441 niños infectados.
Parece confuso y tiene mucho que ver con la cantidad de virus que circula en la comunidad y las dinámicas sociales arraigadas en ella. No obstante, como señalaba en Science Arnaud Fontanet, un epidemiólogo del Instituto Pasteur que estudió el caso de Crépy-en-Valois, la "confusión" desaparece si prestamos atención a las vacaciones.
Mientras los casos en los estudiantes de secundaria parecían detenerse al llegar el periodo vacacional, en los de primaria permanecían estables. Eso podría ser indicativo de que los alumnos más pequeños no suelen contagiarse en las escuelas (sino en sus casas, en la comunidad), mientras que los institutos son lugares muy problemáticos, epidemiológicamente hablando.
Pero, ¿No hemos aprendido nada?
Como decía, durante el mes de junio más de 20 países abrieron sus sistemas educativos. Esto ha hecho que, además de entender las diferencias entre escuelas e institutos, podamos ver el problema de retomar las clases desde distintas perspectivas. Hay muchas preguntas (¿Podrán jugar con otros niños? ¿Deberán llevar mascarillas? ¿Tendrán que confinarse — junto con sus familias — cuando se declare un caso en su escuela?), pero las respuestas son contradictorias. Es decir, no las entendemos bien.
Con la pregunta sobre el juego en los colegios se entiende bien de qué hablamos cuando hablamos de contradicciones. En Corea del Sur, Quebec o Finlandia, como en muchas otras zonas que recuperaron las clases tras la primera ola, se pidió a los niños de infantil que no jugasen con sus compañeros; a los de primaria, que no hablaran con sus amigos; y a los de secundaria, que no socializaran con otros alumnos antes de entrar o después de salir del instituto.
No hay duda de que esto es efectivo, pero también genera numerosos problemas (y en algunos contextos es directamente inaplicable). Por ello, países como Holanda, optaron por reducir el tamaño de los grupos y otros como Bélgica comenzaron a usar iglesias y auditorios para poder evitar aglomeraciones sin tener que reducir grupos. Dinamarca, por su parte, estableció 'pequeños grupos' para el recreo (dentro de los cuales los niños podrían relacionarse) y aliviar así las medidas de distanciamiento social.
Sobre las mascarillas hay, por el momento, menos discusión. El consenso entre las principales autoridades sanitarias es que, en la medida en que la mayor parte de instalaciones educativas no están preparadas para el COVID, deberían usarse de forma generalizada. La verdadera incógnita para muchos padres y educadores está en cómo de viable resultará tener a millones de niños con mascarilla durante entre cinco y diez horas diarias. Sin embargo, muchos países de Extremo Oriente aplican estas medidas desde hace años durante la temporada de gripe sin problema. Sin duda es un cambio cultural, pero parece uno asumible.
El último gran tema de debate es cómo gestionar los casos que aparecen dentro de las escuelas. En este caso, nadie parece tener muy claro aún cómo hacerlo. El motivo es tan sencillo como conflictivo: las escuelas no son islas en medio de la sociedad. Al contrario, como señalábamos más arriba, la cantidad de virus que circula en la comunidad es clave para entender su peligrosidad. Y esa cantidad tiene mucho que ver con cómo se gestiona la pandemia (la capacidad para hacer tests, rastrear contactos y aislar casos sospechosos).
Pese a todo, en julio, Science analizó las estrategias de reapertura de varios países con distintas situaciones sociales y geográficas. Según sus conclusiones, hay algunos patrones que nos permiten ser optimistas a la hora de minimizar el riesgo de contagio. Cosas como grupos de estudiantes pequeños, mascarillas obligatorias y cierto distanciamiento social parecen estar relacionados con un menor contagio en las escuelas. No es mucho, pero estando al borde de arrancar uno de los cursos más importantes de las últimas décadas cualquier ayuda es más que necesaria.