Estoy sentado en un alféizar del Aeropuerto de Asturias. Es verano, chispea. Ya han pasado diez minutos desde la hora en que, teóricamente, el autobús de prensa tendría que venir a recogernos. Pasarán otros diez hasta que asuma que me ha dejado en tirado a 50 kilómetros de Oviedo. Mientras tanto, he comprado pipas.
Por eso, lo primero que me dice el taxista al montarme en el coche es que no se puede comer dentro del vehículo. Y yo le digo que muy bien, le digo que estupendo. Pasamos un rato en silencio, pero acabo preguntándole por las cuencas mineras. "Ay, las cuencas mineras están fatal". Así empieza mi viaje a la capital mundial de la aspirina y a dos Asturias distintas. La Asturias industrial que ya no existe y la tecnológica que se resiste a desaparecer.
Un taxi a Langreo
Emilio, que así se llama el taxista, tiene poco más de 60 años, es leonés de La Utrera y llegó a Asturias siendo aún un chaval. "Las cuencas siempre han sido un sitio de dinero. Sobre todo, la zona donde vas, donde estaba la minería del Estado. Ahora es otra cosa".
"Yo, por lo que leo ¿eh?, creo que puede ser una de las pocas fábricas a las que le va bien. Al lado de esa, cerraron una bien gorda hace poco". Y como son muchos kilómetros, empieza a repasar todas las fábricas asturianas que son potentes, sigue con la historia de cómo desapareció la Asturias industrial que lo acogió y acabamos hablando de colesterol y los excesos con la comida.
Esto explica que llegara a Langreo impregnado con esa sensación extraña de añorar un pasado que sabes que no puedes echar de menos porque era mucho peor de lo que hay hoy. Pero es que, me viene a decir Emilio, no hacer nada un día tras otro es varias veces peor que jugarse la vida en un pozo. Por eso, el taxista (¡el taxista!), que vive en Avilés y que no toma aspirina, me pide que trate bien a la fábrica, que "ya les quedan pocas buenas". Veremos.
Los polvos mágicos
Demos un pequeño rodeo. Y sí, soy consciente de que esto va a sonar raro, pero a mediados del siglo XIX nadie creía que la incipiente industria farmacéutica fuera algo interesante. El dinero estaba en otro sitio. Los pocos fármacos que teníamos eran malísimos y, todo hay que decirlo, poco rentables.
Por eso, cuando Charles F. Gerhardt, un químico francés, sintetizó por primera vez el ácido acetilsalicílico en 1853, no pasó nada. Nadie le prestó la menor atención. Bayer ni siquiera existía (y cuando lo hizo, diez años después, nació como una fábrica de tintes con poco interés en la salud).
Luego vino la gran revolución médica y el mundo cambió tanto en los siguientes 50 años que parecía nuevo, recién estrenado. Para 1896, cuando Felix Hoffmann encontró una forma estable de sintetizar el ácido acetilsalicílico, Bayer era una farmacéutica digna de ese nombre. En menos de dos años la aspirina estaba en el mercado: rápidamente, se convirtió en la medicina más famosa del mundo.
Carbón que cura
Y "Aquí no se hacen todas las aspirinas del mundo, pero casi", me dicen. El 'aquí' es una pueblín de la cuenca minera de Asturias. El 'casi' es algo más complejo. En La Felguera, llenando cientos de bolsas de 800 kilos, se almacena (y se fabrica) todo el ácido acetilsalicílico que vende Bayer. No es todo el que se fabrica en el mundo, hay otras empresas que lo hacen por su cuenta ("sobre todo en China, hay muchos chinos", nos explica un empleado); pero "la aspirina aspirina solo se fabrica aquí·.
Es curioso. Eso son más de 216 millones de pastillas cada día y es algo que los empleados repiten mucho. La otra cosa que repiten, sobre todo el director de la fábrica, es que "no es casualidad que la planta esté en Asturias donde hay abundantes recursos mineros y siderúrgicos". Y lo dice a propósito, se le nota.
Esa frase hace 'crack' en la cabeza de la gente: ¿Qué tendrá que ver la minería y la siderurgia con hacer pastillas? Es más, ¿Qué tendrá que ver con una medicación que, como su propio nombre indica, viene de la corteza de los sauces? La respuesta se llama 'síntesis orgánica'. Es decir, sobre nuestra capacidad para crear biomoléculas complejas a partir de materias inorgánicas; es decir, para coger un subproducto del coque (el fenol) y, con un puñado de compuestos más, hacer una aspirina.
El coque, por seguir con el ejemplo, es un derivado del carbón que se usaba en los altos hornos para trabajar el hierro. Minas y siderurgias. La Felguera, junto a la mayor siderurgia del país y a un paso de los pozos carboníferos, era el mejor sitio del mundo para fabricar medicinas. Y, sin embargo, la fábrica no surgió sola. No fue casualidad, pero tampoco es un resultado necesario.
Una, grande e industrializada
Es cierto. La fábrica no se entiende sin la Asturias minera, pero tampoco se entiende sin la pésima política industrial española. Y es que el nacimiento de Proquisa (Productos Químicos Sintéticos), el anterior nombre de la fábrica, no puede aislarse de los esfuerzos del Franquismo por industrializar España en su estrategia de 'reconstrucción y autarquía' tras la Guerra Civil.
Hasta ese momento la industria química y farmacéutica española había estado controlada por grandes empresas extranjeras (Bayer, Schering, Merck y Boehringer). De hecho, muchas de estas compañías se dedicaban fundamentalmente a reempaquetar productos que venían de Alemania. Ellos tenían los conocimientos y combatirlas era muy complejo.
Pero la Guerra Civil primero y la implosión alemana de la posguerra después, cambió todo esto. La Comisión para el Bloqueo de Bienes Extranjeros expropió las empresas alemanas y las vendió a los grandes bancos del momento. Proquisa, en manos de los bancos Urquijo, Hispanoamericano y Herrero, compró la marca de Bayer en España por 45 millones de pesetas. Ese era el futuro.
El fracaso de la autarquía
Los planes no salieron bien. La Dictadura hizo lo que pudo. España se encontró con un montón de maquinaria, de marcas y laboratorios, pero el control técnico de la producción había sido alemán y si querían sobrevivir necesitaban asociarse con Alemania de nuevo. Eso hizo que las expropiaciones no fueran tan traumáticas para los alemanes como podría parecernos.
Casi en seguida, Proquisa (como el resto de empresas en su situación) se vio obligada a establecer acuerdos y adquirir franquicias industriales con las empresas matrices. El resultado es que, a partir de 1958 y en lo que puede ser considerado la subvención más extraña de la historia, la firma del Acuerdo Hispano-Alemán abre la puerta a que las empresas alemanas empiecen a comprar estas nuevas corporaciones impulsadas por la Dictadura. En diez años, Bayer ya había adquirido La Felguera.
De ahí al mundo
Entre 1958 y 2014 (cuando Bayer decidió concentrar toda la producción mundial en La Felguera), pasaron muchas cosas. Y no siempre Bayer apostó fuerte por la fábrica. A principios de los años 60, en pleno proceso de compra, Bayer decidió que quería aprovechar la ocasión y construir un gran complejo químico en España. La Felguera fue examinada minuciosamente entre 1960 y 1961. El informe que llegó a Leverkusen fue tan demoledor que los alemanes, espantados, la descartaron rápidamente.
Para estas alturas del reportaje, ya estoy en la fábrica charlando con un par de empleados. Y les pregunto sobre eso. Sobre cómo es posible que hace 50 años la fábrica fuera un horror y hoy es una referencia para la farmacéutica alemana. Lo que me responden es un publirreportaje. Suele pasar, es lo que ocurre en este tipo de visitas y es lógico. Todo empleado sabe que los periodistas somos gente poco de fiar.
Pero mientras volvemos hacia la puerta, un hombrecillo mayor (al borde, calculo, de la jubilación) se me acerca y me dice que "lo que ha pasado es que hemos cambiado mucho". "Esta no es la fábrica en la que yo empecé en a trabajar. Está en el mismo sitio, fabrica las mismas cosas, pero es otra fábrica completamente distinta". De esto no tengo notas, cito de memoria. Pasamos delante de Javier Fernández, el presidente del Principado. Sonríe, un poco orgulloso. "Hemos cambiado mucho", me repite.
"¿Cuál es el secreto?", le pregunto. "Trabajar mucho y cruzar los dedos". La historia de Asturias, la historia de cualquier país.