En 1995, la bioquímica húngara Katalin Karikó tuvo la peor reunión de su vida. Tras cinco años persiguiendo un proyecto que nadie quería financiar, recién recuperada de un cáncer y con su marido atrapado en Hungría por un problema con el visado, la Universidad de Pensilvania decidió que no tenía sentido seguir adelante. Podría quedarse en la facultad si quería, pero las posibilidades de convertirse en catedrática se acaban esa tarde. Volvía a la casilla de salida.
Se trataba de una práctica bastante habitual en el mundillo académico norteamericano. Una forma de deshacerse de los académicos que no cumplían las expectativas. "Por lo general, en ese momento, la gente se despide y se va porque es [una experiencia] horrible", explicaba la misma Karikó en una entrevista.
Sin embargo, la bioquímica europea estaba hecha de otra pasta. Se quedó, trabajó duro y tras una travesía en el desierto que duró más de una década, alumbró junto a Drew Weissman una técnica que está a punto de convertirse en el corazón de uno de los grandes hitos de la historia de la ciencia: la vacuna del coronavirus, primero y una revolución biomédica, justo después.
¿Cómo se hace una vacuna?
La idea que está detrás de las vacunas es de una simplicidad realmente sorprendente. Se trata de engañar al sistema inmune para hacerle desarrollar "una inmunidad activa adquirida" para un virus sin que haya tenido contacto con él. Basta con pensar en la primera gran vacuna, la de la viruela, para entender el mecanismo a la perfección. Si Edward Jenner pudo crear la primera vacuna moderna fue por un golpe de suerte en toda regla, por una carambola natural: había tipo de viruela, la bovina, que generaba inmunidad para la humana pese a ser mucho más benigna que esta.
El éxito la variolización fue tan apabullante que no solo dio nombre a todas las vacunas posteriores y permitió convertir la viruela en la primera enfermedad erradicada de la historia, sino que supuso una revolución médica incuestionable. Sin embargo, en cuanto los científicos empezaron a entender cómo funcionaba, se dieron cuenta de que no siempre iban a tener la suerte de tener una viruela bovina; es decir, una enfermedad inocua lo suficientemente parecida a la que nos preocupaba como para usarla para inocular a la población.
Durante estas décadas, decenas de miles de científicos se han dedicado a buscar fórmulas para hacer artificialmente lo que no se había encargado de hacer la naturaleza. Aprendieron a matar y debilitar virus para optimizar las posibilidades de crear una vacuna eficaz. Y, más tarde, en cuanto la tecnología lo permitió, desarrollaron estrategias para cortar y pegar trozos de microorganismos, para modificar virus inocuos de tal forma que, "disfrazados", se parecieran al virus objetivo y generara inmunidad. Esta estrategia ha sido tan exitosa que ha creado el mundo actual y está detrás, sin ir más lejos, de vacunas tan prometedoras como la de Oxford.
Karikó, sencillamente, pensaba que podíamos hacerlo mejor.
Una nueva generación de maneras de ver el cuerpo
Remontémonos un poco más atrás, a 1990. Ese año, un equipo de la Universidad de Wisconsin consiguió algo que parecía imposible: pudo "secuestrar" la maquinaria molecular de las células de un ratón con una secuencia de ARN mensajero y usarla para producir un puñado de enzimas en concreto. En ese experimento concreto se ocultaba una promesa. La de que si aprendíamos a sintetizar ARNm de manera precisa, podríamos usar nuestro propio cuerpo para fabricar "anticuerpos para vacunar contra infecciones, enzimas para revertir enfermedades raras o agentes de crecimiento para reparar el tejido cardíaco dañado".
A esa promesa fue a la que se agarró Katalin Karikó durante la década de los 90 y la primera mitad de la de los 2000. Para el resto era una posibilidad "demasiado inverosímil", demasiado peligrosa. Y, a priori, llevaban razón y Karikó lo sabía. El problema de introducir millones de 'instrucciones genómicas' en el cuerpo es que todo podía acabar creando una respuesta inmunitaria masiva con consecuencias imprevisibles para los pacientes. No fue hasta diez años después de aquella reunión en la Universidad de Pensilvania, cuando Karikó y Weissman encontraron la luz al final del túnel.
Y, como en el caso de Mojica y el CRISPR, el artículo de 2005 en el que explicaban cómo enmascarar el ARNm y evitar la respuesta inmune pasó completamente desapercibido. Un par de años después, desesperado por las polémicas recurrentes que rodeaban su línea de trabajo con células madre, Derrick Rossi en la Facultad de Medicina de Harvard se planteó si se podría usar la técnica de Karikó y Weissman para crear células madre embrionarias a partir de células adultas.
Dos años después, parecía que la idea tenía sentido, pero cuando fueron en 2010 le plantearon la idea a Robert Larger, se dieron cuenta de que lo que tenían entre manos era algo que iba mucho más allá de las células madre. A estas alturas del partido, las dos vacunas de ARNm contra el coronavirus estaban ya prefiguradas. Rossi y un equipo de investigadores formaron Moderna; Karikó es la vicepresidenta de BioNtech, la pequeña biotecnológica que fundaron en Alemania la pareja turca Uğur Şahin y Özlem Türeci y que está detrás de la vacuna de Pfizer: ambas usan, esencialmente, la misma tecnología. Una que permite generar el ARNm para combatir al virus a una velocidad rapidísima: cuando tuvieron los datos clave sobre el virus, Moderna tardó dos días en diseñar la vacuna.
Una proeza que puede pasar a los libros de historia
Cuando decimos que, de conseguirse, "el éxito de las vacunas de ARNm será uno de los grandes hitos de la historia de la ciencia" no debemos olvidar que lo será, en parte, por otra carambola histórica: tres factores que van a adelantar la llegada de esta tecnología de una forma que hace solo 12 meses era imposible de prever. El primero es que, cuando estalló la pandemia del coronavirus, la tecnología estaba en el momento perfecto. Es cierto que nunca se ha usado a este nivel y que eso genera cierta incertidumbre. Pero el ARNm estaba lo suficientemente maduro como para que algunos de los sistemas sanitarios más potentes del mundo se pusieran en sus manos.
Y, con todo eso, no era suficiente. En condiciones normales, incluso si los sistemas funcionaran, los ensayos clínicos necesarios la harían inviable. Nos ha pasado muchas veces (con el SARS-1, con el MERS, con el Zika, con el Ébola), decenas de proyectos de vacunas han fracasado por la sencilla razón de que los brotes duraron menos que los ensayos clínicos. Cuando llegaban los científicos con la nueva vacuna, ya no había contagios y, por lo tanto, no se podía probar. Había que esperar hasta el siguiente brote lo que alargaba sine die el proceso.
En este caso, cuando los investigadores vieron las tasas de contagios del COVID-19 llegaron a la conclusión de que el brote tenía las características de una pandemia prolongada y decidieron poner toda la carne en el asador. Es decir, paradójicamente, es el carácter pandémico del SARS-CoV-2 el que nos va a permitir crear una vacuna en su contra y, de paso, dejar a punto una tecnología que, junto a CRISPR, puede cambiar la medicina tal y como la conocemos.
Ese carácter también es lo que ha predispuesto a los Gobiernos a invertir unas cantidades descomunales de dinero, a eliminar trabas burocráticas e, incluso, a permitir que la fabricación de la vacuna empiece antes de obtener el OK del regulador. No hay duda de que hubiéramos preferido que esto no fuera así, que el virus hubiera desaparecido y que el ARNm hubiera tardado una década más en producir sus medicamentos. Habría 1.3000.000 de muertos menos. No obstante, a la vista de todo esto, uno no puede dejar de reconocer que si esta epidemia hubiera ocurrido un poco antes hubiéramos estado mucho más indefensos.