Toda tecnología nueva tiene tres vidas antes de alcanzar la mayoría de edad. Cuando Galileo terminó su nuevo telescopio y lo orientó hacia el cielo, tuvo que llevarse una enorme decepción. Durante siglos, los eruditos habían explicado que el mundo celeste era perfecto, puro, insuperable; y sin embargo, resultaba que el Sol tenía manchas y la Luna socavones. Que Saturno tenía dos asas como si fuera una vasija y que, por si fuera poco, Júpiter estaba rodeado de cuatro satélites.
¡Aquello era increíble! Toda la arquitectura del universo con sus complejos, precisos y utilísimos mecanismos ptolemaicos entraba en crisis por causa de un simple tubo de órgano con dos lentes a cada lado. Galileo se paseó por toda Italia enseñando el artefacto y maravillando a lo que seguro fueron miles de personas.
Cuando nuestra mejor prueba nos engaña
Con él llegó la fama y el reconocimiento. No obstante, Galileo tenía un problema. Y ese problema se llamaba carecer de una teoría óptica que pudiera ayudar a estar seguros de que eso que veían eran, efectivamente, planetas y no aberraciones, errores o ilusiones visuales. Cuando uno enfoca al suelo, los errores se pueden corregir yendo al lugar en cuestión y comprobando si eso que hemos visto está ahí.
Con el cielo, como es comprensible, la cosa es más compleja. Ahí, precisamente, era donde hacían agua las observaciones de Galileo. Alguien que, por otro lado, no es que fuera muy de fiar como se encargó de demostrar el astrónomo jesuita Giovanni Battista Riccioli.
No es algo teórico, es un riesgo tan real como la vida misma. En 1963, Peter van Kamp, uno de los astrónomos más respetados del momento, anunció que tras examinar cientos de fotografías y realizar minuciosos cálculos, la estrella de Barnard tenía dos enormes gigantes gaseosos orbitando a su alrededor. Durante una década, la comunidad científica internacional celebró haber encontrado los primeros planetas fuera del sistema solar.
Hasta que en 1973 se descubrió que esos planetas no existían. Pero Van Kamp que había dedicado subida a aquel extraño bamboleo de la estrella de Barnard, nunca reconoció su error. Murió solo y sin prestigio en el Amsterdam de 1995. Si la primera vida es el entusiasmo y la segunda el desengaño, la tercera vida de toda tecnología tiene que ver con entender sus límites y sus debilidades: los riesgos ciertos de manipulación y mediatización.
Las tres vidas del ADN antes de la mayoría de edad
El entusiasmo y la desconfianza llevan acompañando a los tests genéticos desde casi el primer momento: la lucha judicial para que se permitieran este tipo de pruebas como elementos para condenar y exculpar acusados son ya parte de la historia legal del mundo desde que Colin Pitchfork fuera condenado en 1986 por una prueba de ADN.
Y, sin embargo, con la "democratización" de los tests de ADN, esta tecnología ha experimentado un proceso parecido. Antonio Villarreal nos contaba los problemas de las pruebas de genotipado probabilístico y cómo no deben ser usadas como única prueba de las misma forma que el telescopio de Galileo no podía usarse como única prueba.
Como decía Cefe Varón, "antes los test para obtener el genoma advertían de que su fiabilidad era de un 95%. Dan Graur bromeaba que mejor era darte el genoma de un chimpancé, que sabemos que es un 98% el nuestro". Pero a esas limitaciones, podíamos añadir ciertas novedades.
Porque, sin embargo, hay una vuelta más. En el caso de la astronomía, esa tercera vuelta vino en plena Guerra Fría. ¿Hasta qué punto el enemigo podía manipular nuestros sistemas de detección? ¿Hasta qué punto podíamos hacerlo nosotros con los suyos? ¿Cómo podíamos ocultar nuestros nuevos desarrollos? Como explican los historiadores del asunto, el auge y muerte del fenómeno OVNI tiene mucho que ver con ese proceso que hubo de darse en la sociedad sobre los límites de nuestros sistemas astronómicos y los riesgos de manipulación.
En el caso del ADN esa tercera vida empieza ahora. Hace una década, se demostró que se podían fabricar 'pruebas de ADN' sin mayor problema técnico y, en 2017, un grupo de investigadores de la Universidad de Washington demostró que era posible codificar un virus informático en una muestra de ADN de tal forma que al ser secuenciada tomara el control del ordenador en cuestión y destrozar la base de datos.
¿De verdad podremos fiarnos del ADN en el futuro? No está claro, pero no hace falta. Nunca podremos fiarnos a ciencia cierta de nada. Y esa es una lección importante: cada prueba es un trocito de evidencia que debe encajar en estructuras más complejas y sólidas. De hecho, solo cuando seamos conscientes de eso es cuando podemos usar bien el ADN.
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