El lunes 9 de noviembre, la semana pasada, Pfizer y BioNTech anunciaron que, según sus datos, la vacuna que estaban desarrollando tenía "una eficacia de más del 90%". El 11 del mismo mes, Rusia declaró que su vacuna Sputnik V rozaba el 93%. A la semana siguiente, Moderna abría informativos diciendo que la suya había alcanzado el 94,5% y ni 48 horas después, Pfizer contraatacaba elevando sus estimaciones por encima del 95%.
No solo eso, según el comunicado, Pfizer solicitará "en cuestión de días" la aprobación de emergencia a la FDA y iniciará los trámites para solicitarla en el resto de reguladores del mundo. Y, como hemos estado repitiendo durante estas semanas, se tratan todas ellas de noticias fantásticas (incluso en los casos en los que hay dudas). Hacen falta más datos, es cierto; toneladas de ellos. Pero estamos en un escenario lo suficientemente complejo como para que "mentir descaradamente" sea una estrategia empresarial racional para corporaciones que se juegan tanto.
No obstante, y más allá de cuáles serán los resultados finales de cada una de las candidatas, lo que genera estupefacción es una estrategia comunicativa que está transformando lo que hasta ahora era un proceso burocrático y hasta aburrido no ya en una carrera biotecnológica de primer orden, sino en una partida de póker en la que el número de actores que "ven" la apuesta invita a pensar que más de uno tiene que ir de farol. Y esto, aunque finalmente no sea el caso, es un problema. Uno serio.
¿Cuánto importa comunicar bien sobre salud?
La información y la salud tienen una relación más compleja de lo que parece y, desgraciadamente, tenemos multitud de casos que demuestran cómo una y otra forman una tupida red de vasos comunicantes que tienen efectos sustanciales en la población normal: el eltroxin (un medicamento tiroideo) en Nueva Zelanda, los problemas de cáncer de mama en Australia tras el diagnóstico de Kylie Minogue. Pero el caso más sonado ocurrió en octubre de 2013, cuando una de las grandes revistas médicas del mundo, el BMJ, publicó un par de estudios que sugerían que los efectos secundarios de las estatinas (un fármaco contra el colesterol) podían superar a los beneficios.
Aunque los datos solo eran relevantes en pacientes con bajo y moderado riesgo de enfermedad cardiovascular, saltaron todas las alarmas. No era una medicación rara e inaccesible: solo en Reino Unido hasta siete millones de personas las usaban de forma regular. El asunto se fue rumiando poco a poco hasta que en marzo de 2014 estalló en las portadas de los grandes medios británicos.
Las estatinas no dejaron de recetarse en ningún momento y, de hecho, el NICE (el organismo encargado de marcar las directrices clínicas en Reino Unido) amplió la población a la que se podía recetar estos medicamentos. Es más, la mayoría de periódicos ni siquiera abogaron por su retirada provisional. The Guardian tituló "El miedo de los médicos a las estatinas puede costar vidas, dicen los investigadores" y el Daily Mail que "Las estatinas NO tienen efectos secundarios mayores".
La confianza no es un recurso renovable
Y, sin embargo, el runrun de fondo sobre los problemas de las estatinas tuvo consecuencias importantes. Entre un 11-12% de las personas que las tomaban dejaron de hacerlo como consecuencia, directa o indirecta, del ruido mediático. Gente que, en la mayoría de los casos, necesitaba y se beneficiaba de la medicina.
Evidentemente, esto no es una invitación a ocultar los problemas de las vacunas, ni mucho menos a obviar las buenas noticias. Es una invitación a valorar que la confianza es uno de los recursos más preciados con los que cuenta el sistema sanitario internacional. Y, como estamos viendo, no es precisamente un recurso fácilmente renovable; no es algo que se pueda derrochar sin que haya consecuencias sociales considerables.
No dudo que este baile de anuncios entre las principales vacunas candidatas atenida a una lógica clara: en algunos casos será una estrategia financiera y comercial; en otros un deseo de mostrar un trabajo bien hecho o de usar esto como un escaparate político; incluso habrá casos en los que prime el deseo de compartir buenas noticias con el conjunto de la sociedad. A menudo, será una mezcla de todos ellos. La pregunta es si estamos entrando en una dinámica en que los costos de esta escenificación superen a las pérdidas. No me atrevo a adelantar una respuesta, pero tampoco diré que soy especialmente optimista.
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