«La selección natural no producirá nunca una estructura que resulte más perjudicial que beneficiosa, pues la selección natural actúa exclusivamente por y para el bien de cada ser. No se formará ningún órgano con el propósito de causar dolor o hacerle daño a su poseedor», escribía Darwin en ‘El origen de las especies’. Y, sin embargo, nos suicidamos.
A lo largo de los siglos, el suicidio ha sido un compañero silencioso que ha desafiado una y otra vez nuestra filosofía, nuestra religión y nuestras leyes. Lo sigue haciendo. Y por eso, pensar sobre él, desde los compromisos científicos, es algo trágico. Algo que nos enfrenta a una desagradable pregunta: ¿Cómo es posible que hayamos evolucionado para matarnos a nosotros mismos?
«Ese instante que no se olvida...»
Hasta las primeras décadas del siglo XIX el español no comienza a usar la palabra 'suicidio'. Lo hace como calco del 'suicide' inglés que había surgido ya en 1651. Sin embargo, bajo distintos avatares, ha sido un fenómeno siempre presente en la historia de la civilización occidental y, muchas veces, algo habitual en docenas de sociedades tradicionales (Jacobsson, 1988; Weiss y Perry, 1975).
Históricamente, el riesgo de suicidio aumentaba con la edad y acababa por volverse endémico entre hombres mayores. Pero algo pasó en la década de 1970, el suicidio se hizo cada vas común entre los adultos jóvenes, especialmente entre los hombres (Pitman, Krysinska, Osborn y King, 2012; Aubin, Berlin y Kornreich, 2013). Esto era algo que no había pasado ni en aquella ola de idealización romántica del suicidio que sucedió al 'Werther' de Goethe (Thorson y Öberg, 2010)
Esto es algo de lo que ya no hemos conseguido desembarazarnos y que ha ido extendiéndose poco a poco hasta alcanzar a todo el globo. Hoy por hoy, las estadísticas oficiales hablan de en torno a un millón de suicidios en el mundo cada año. Pesea que en muchos lugares las cifras han ido mejorando, los avances han sido modestos (Pinker, 2018) y en algunos casos (como los relacionados con la esquizofrenia) han ido a peor (Healy y otros, 2006). Así, para muchos muchos países desarrollados y para muchas culturas tradicionales, el suicidio se ha convertido en un auténtico problema de salud pública que ya no se puede disimular (Jenkins, 2002).
Y, sin embargo, hay dimensiones del suicidio que no acabamos de entender. Sabemos de una enorme cantidad de factores que tienen relación con el suicidio: ciertas características de personalidad, problemas perinatales, acontecimientos traumáticos tempranos, alteraciones neurobiológicas, apoyo familiar, trastornos psiquiátricos, condiciones socioeconómicas, exposición a modelos de suicidio o disponibilidad de medios.
También hay numerosas teorías que tratan de explicar cómo actúan esos factores a nivel individual. Desde teorías biológicas postulan la existencia de un sustrato neuronal activado por un estresor psicosocial (Mann, 2003) a las teorías de origen sociológico que ponen el foco en la estructura social (Durkheim, 1897; van Orden y otros, 2010), pasando por las teorías psicológicas lo entienden como un problema de roles, de desregulación emocional o de desesperanza (Rudd, 2000);
Un puzzle evolutivo
La mayor parte de estos estudios e hipótesis se centran en el cómo y no en el porqué. O, para ser más precisos, se han centrado en las "causas próximas" y han obviado las "causas últimas". Es decir, una enorme cantidad de trabajos sobre el tema han pasado de puntillas por la desagradable conclusión de que (independientemente de su origen) si el suicidio sigue entre nosotros es porque cumple una función en nuestras comunidades, en nuestras sociedades o en nuestra especie.
Lo que ocurre es que el suicidio es una de esas pocas cosas que no “adquiere sentido bajo la luz de la evolución”. O que, al menos, aún no se lo hemos encontrado, pese a los múltiples intentos. De Catanzaro (1991), por ejemplo, ya expuso una teoría altruista del suicido gracias a la cual los grupo humanos podrían verse beneficiados del suicidio de algunos de sus miembros cuando estos ya son una carga para el grupo.
Estas teorías encuentran eco en ciertas concepciones tradicionales del fenómeno (como la japonesa) y llevadas a su extremo presentan hipótesis interesantes que permiten entenderlo como no estrictamente humano, sino animal. El caso más conocido es el de Thomas Joiner (2015) que tiene algunos trabajos sobre la hipótesis de que el suicidio es una consecuencia mórbida de las tendencias al autosacrificio que existen en las especies eusociales.
¿Nos suicidamos por los demás?
Las especies eusociales son aquellas que tienen una organización social compleja muy concreta: “en colonia”. Es algo raro. Si hacemos caso a Joiner, solo hay un puñado de especies a lo largo de toda la historia natural que hayan desarrollado prácticas eusociales. Y, sin embargo, esas especies son extremadamente exitosas. Como muestra: sólo la suma de todas las hormigas que hay en el mundo pesa cuatro veces más que la de todos los vertebrados.
Ese éxito se debe, en parte, al autosacrificio de los individuos en beneficio de la colonia. Un cierto tipo de mecanismos que, según Joiner, nos pueden ayudar a explicar también el suicidio humano. Y sin lugar a dudas, hay paralelismos "etobiológicos" entre ambos: tanto en el sacrificio eusocial como en el suicidio humano se puede observar altas tasas de sobreexcitación, aislamiento e irritabiliad.
La idea de Joiner es que en una especie de 'humanización' del sacrificio eusocial, los potenciales suicidas se ven a sí mismos como una carga social. De tal forma que, desde su punto de vista emic, la autoerradicación acaba por estar perfectamente justificada.
Rápidamente, surgen algunos problemas. El principal es que solo en un sentido muy genérico se puede considerar la especie humana como ‘eusocial’. Es decir, nuestra estructura social tiene muchas similitudes con las estructuras sociales propias de las especies eusociales, pero parece que esas similitudes son 'aparentes' y no se trata de mecanismos evolutivos lo suficientemente robustos para producir una convergencia conductual. Es decir, no somos hormigas (Wilson, 2000).
Una llamada de atención
Eso ha provocado que se desarrollen versiones más sofisticadas de estas ideas. De hecho, no faltan teorías que lo conceptualizan como una forma extrema de negociación que permite a los grupos autorregularse y gestionar conflictos interpersonales (Watson y Andrews, 2002; Catanzaro, 1995).
Esto se ve reforzado por la idea de que las comunidades con buenos mecanismos de apoyo reducen los suicidios (Augustus y Sarit, 2016). Las investigaciones que abordan el suicidio con metodologías económicas (Marcotte, 2003) refuerzan esta idea: los tratamientos psiquiátricos y psicológicos se hacen significativamente más probables después de los intentos de suicidio.
Y eso es algo importante porque la mayor parte de las personas que cometen suicidio habían avisado al menos una vez. Y como quiera que una mínima parte de los intentos acaban fatalmente, cabe hablar de ello como una estrategia extrema pero efectiva para atender a problemas dentro de las comunidades.
Hay más teorías. Hay incluso un amplio grupo de teóricos que ha investigado la hipótesis del parásito y han encontrado evidencias muy curiosas de que la infección del T. gondii está relacionada con un mayor riesgo de comportamiento suicida en humanos (Flegr, 2007). Sin embargo, las hipótesis más disruptivas son las que sugieren que nos hemos centrado tanto en la 'causa última' que somos incapaces de verla.
Dolor y cerebro
Y somos incapaces de verla porque son varias. Estos investigadores que comienzan a pensar que es posible que el 'suicidio' no sea un rasgo evolutivo per se, sino que puede tratarse de un subproducto nocivo fruto de la interacción de varias adaptaciones distintas. O sea, se trata del "peaje" que tenemos que pagar por otras cosas que sí tienen una función evolutiva importante.
Una reciente tesis doctoral de C. A. Soper hace una defensa muy depurada de esta línea de investigación y nos va a ayudar a comprender estas propuestas. Su idea central es que «el suicidio debe entenderse como un producto exclusivo de un cerebro humano maduro y saludablemente desarrollado».
Soper sostiene que, de hecho, el suicidio es el producto de dos adaptaciones muy ventajosas: por un lado, la aversión emocional al dolor (un antiguo estímulo biológico que fuerza la aversión y el escape) y, por el otro, la sofisticación cognitiva suficiente para permitir a los humanos escapar del dolor mediante la autoextinción voluntaria. Es decir, para Soper, esos dos elementos (el "dolor" y "cerebro") son características necesarias y suficientes para conducir a las personas al suicidio ante la falta de alternativas.
De esta forma, no hay que buscar el posible beneficio (o perjuicio) social del suicidio porque, aunque a veces lo haya, no tiene interés evolutivo. Por eso, no es esperable que las tasas de suicidio se desplomen cuando la sociedad no necesite ese "sacrificio altruísta" para el que habríamos evolucionado. Solo podríamos reducirlo interviniendo psicosocialmente (consiguiendo que "siempre haya otra salida"), a nivel psicofarmacológico (Godstein y Mascitelli, 2006) o impidiendo de forma mecánica el suicidio (Augustus y Sarit, 2016).
Esta teoría es interesante porque explica lo raros que son los suicidios infantiles (o los de personas con problemas cognitivos graves). Pero también tiene problemas porque, sin una explicación plausible del "suicidio animal" y de qué lo diferencia humano, este tipo de explicaciones se vuelven triviales.
Todos los animales sufren y todos los animales tienen cierto grado de cognición. ¿Qué nos hace especiales? Al final, el estudio del suicidio nos enfrenta a la gran pregunta del lugar del ser humano en el conjunto del universo.
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