“Pero no me gusta darme prisa al principio, prefiero ir poco a poco. Lento pero seguro. Empiezo con unas fotos y, cuando me voy animando, empiezo a buscar un vídeo. Nunca me toco hasta pillar uno que me mole. Pero en cuanto lo encuentro, adiós. Durante los minutos siguientes, toda la mierda se desvanece y lo único que hay en el mundo” es porno.
Así empieza Don Jon, una historia sobre pornografía y romanticismo que gira sobre un tipo que reconoce que hay pocas cosas que le importan en la vida: “su cuerpo, su choza, su buga, su familia, su iglesia, sus colegas, sus chicas y su porno”. Sí, su porno
Es también un buen resumen de cómo una cada vez más popular corriente "antiporno" cree que este tipo de contenidos educan sexualmente a los hombres (y, muy especialmente, a los adolescentes). ¿Es cierto que la pornografía supone un problema para la de hombres y mujeres? Nos internamos en lo que algunos ya llaman “el gran experimento sexual contemporáneo”.
Un problema de siempre más actual que nunca
Hay cierta ironía en que sea justo ahora, cuando se cumplen 50 años del momento álgido de ‘revolución sexual’, que los movimientos antiporno crezcan con tanta fuerza. Es irónico, pero no inesperado. Por un lado, Internet se ha consolidado como una herramienta sin precedentes para impulsar “la accesibilidad, la asequibilidad y el anonimato” del consumo pornográfico.
Por el otro, la maduración del proceso histórico de igualitarización de la esfera íntima que vivimos desde la primera mitad del siglo pasado ha impulsado una revisión de roles, estructuras y discursos que tiene su manifestación más nítida en la fortaleza de los movimientos feministas. Es decir, el debate de la pornografía no es nuevo, pero las circunstancias sí lo son.
Lo cierto es que, hoy por hoy, “el porno está prácticamente omnipresente”, como explica Ana Bridges, profesora de la Universidad de Arkansas. Según las estimaciones de la Asociación Psicológica Norteamericana entre un 50 y un 99% de los hombres y entre un 30 y un 86% de las mujeres consumen porno asiduamente en todo el mundo.
Por eso, la pregunta por su efecto es legítima más allá de otras consideraciones. Porque, sean cuales sean sus consecuencias, las sufriremos todos. Y es que no hay, en todo el mundo contemporáneo, grupos en los que el consumo de pornografía no esté tremendamente extendido.
Un tema complejo
Los detractores del porno suelen decir que genera imágenes distorsionadas de la realidad que afectan a las relaciones personales; también opinan que promueve conductas no deseables (o, incluso, es un detonante detrás de la adicción sexual). Por contra, los defensores afirman que hay evidencia suficiente para pensar que el consumo de pornografía puede mejorar la vida sexual, la satisfacción de las relaciones y, según algunos estudios, reducir el número de violaciones y delitos sexuales.
Este último tema es un buen ejemplo de las dificultades que tenemos para investigar el efecto del porno en la sociedad: disponemos de estudios epidemiológicos que sí, muestran una relación negativa entre acceso a pornografía y reducción de agresiones sexuales. Pero se inscribe en una tendencia general hacia la "pacificiación de las costumbres"; es decir, en una continuada reducción de la violencia en todo el mundo.
Es decir, que, como suele ocurrir, la evidencia disponible es compleja. Eso sí, tenemos suficientes datos como para afirmar que los problemas que puedan derivarse del consumo de porno (la mayoría en el contexto de la pareja) dependen radicalmente del uso que se le dé a esa pornografía y cambia sustancialmente según las dinámicas internas de las relaciones (Poulsen, Busby y Galovan, 2013; Dawn y Szymanski, 2012; y Briges y Mokoroff, 2010).
Por ejemplo, el hecho de creer que nuestra pareja consume (demasiado) porno hace que nuestra autoestima tienda a desplomarse; sin embargo, el consumo de pornografía en pareja está relacionado con una mayor satisfacción sexual. Como digo es complicado. Al menos, en su efecto en la pareja.
Porque si nos fijamos en un plano exclusivamente personal, hay ciertas cosas que sobre las que tenemos mucha evidencia: el consumo de pornografía no se relaciona con malestar ni psicológico ni sexual. Además, (lejos de ser una sorpresa) sentirse culpable por consumirlo sí se relaciona con malestar. De hecho, si ponemos el foco en el sexismo, algunos estudios encuentran que los consumidores de porno presentan actitudes menos sexistas.
¿Cómo es esto posible?
Esto pone en cuestión cosas que creemos saber: que las historias tienen un gran valor didáctico que permite (de una forma barata y exenta de riesgos) desarrollar la imaginación moral de las personas. Es decir, nos ayudan a entender los puntos de vista, creencias, motivaciones y valores de los otros y nos enseñan a interactuar con ellos.
¿Son compatibles las dos ideas: que el porno es inocuo y que el consumo de productos culturales nos influye directamente? Curiosamente, sí. Como sabemos desde hace tiempo, esa influencia se manifiesta, sobre todo, en la evaluación global de la sociedad. Casi no afectan a la vida privada y comunitaria (Romer, Jamieson y Aday, 2003). Es decir, la abundancia de pornografía tiene un efecto importante en nuestra evaluación de la sociedad, pero un impacto moderado en nuestra vida diaria.
No deja de ser curioso que la principal consecuencia de la abundancia de porno sea hacer que pensemos que la sociedad es más 'hedonista' o 'libertina' de lo que es. Algo que puede relacionarse con una reacción social en su contra y, como hemos visto, un aumento de la 'estigmatización' del consumo (y del malestar asociado)
Más allá de eso, el alarmismo no parece justificado. Como dice el Juan Ramón Barrada, de la Universidad de Zaragoza, es "una lástima que los adolescentes se eduquen sexualmente a través del porno". Pero no por la pornografía en sí, sino por la falta endémica de educación sexual en los colegios de medio mundo. Los especialistas concuerdan en esto: el camino no parece ser una prohibición (virtualmente imposible), sino rellenar el hueco educativo con programas efectivos.
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