El encarnizado debate sobre si las mascarillas funcionan (o no) en la población general

Uno de los grandes debates de estos días es si las mascarillas tienen alguna utilidad o no en la población general. Mientras que las autoridades sanitarias se ha defendido recurrentemente que las personas sanas no deben usar la mascarilla más que en situaciones muy concretas, en los países asiáticos (los países que, teóricamente, han implementado las estrategias más exitosas) se sigue incidiendo en el uso de estos 'dispositivos'.

Examinamos los argumentos detrás de cada estrategia y contextualizamos un debate mucho más complejo de lo que parece.

Dos grandes estrategias

Tam Wai

La primera de ellas es la de la Organización Mundial de la Salud y la que han seguido la mayor parte de países europeos. La OMS es bastante clara en sus recomendaciones: "si usted está sano, solo necesita llevar mascarilla si atiende a alguien en quien sospeche la infección por el SARS-CoV-2". También recomienda llevarla si se "tiene tos o estornudos".

Además, explica que "las mascarillas solo son eficaces si se combinan con el lavado frecuente de manos con una solución hidroalcohólica o con agua o jabón" y, por supuesto "aprendemos a usarla y eliminarla correctamente". El fundamento de la recomendación reside en que, si respetamos las medidas de distanciamiento social, infectarse por el virus 'a través del aire' se convierte en algo menos probable que infectarse 'a través de las manos'.

En un contexto como ese, usar mascarillas puede acabar siendo un problema en la medida en que haga que nos toquemos mucho más la zona de la cara que si no las llevamos. Por ello insiste en que su uso solo es eficaz si se combina con el lavado frecuente de las manos. Ocurre algo parecido con los guantes: si no aprendemos a quitárnoslos bien, el hecho de usarlos solo nos hace tocar más cosas para acabar contaminando nuestras manos el el proceso de retirarlos.

Esta estrategia contrasta con el hecho de que la mayoría de los países asiáticos han generalizado (incluso hecho obligatorio) el uso de la mascarilla. Esto se basa en dos ideas: la primera es que el uso generalizado de la mascarilla reduciría la cantidad de virus que hay en superficies y ambientes. Por lo tanto, aunque se incrementa el riesgo individual del que usa mal la mascarilla, en términos poblacionales el riesgo debería caer.

Esta teoría ganó peso cuando, en enero, los primeros estudios empezaban a mostrar que los pacientes presintomáticos podían contagiar el virus. Si restringimos el uso de la mascarilla solo a los que tienen síntomas, estamos creando un hueco en la barrera epidemiológica más que considerable. Por ello, en una situación de "contagio comunitario descontrolado", el uso intensivo parecía lo más razonable.

¿Qué estrategia funciona mejor?

Ani Kolleshi

Lo cierto es que es difícil decirlo. Los dos enfoques tienen argumentos epidemiológicos detrás y la elección de uno u otro no solo depende de las características del virus (cosas como el papel de los contagios presintomáticos), sino también de la disponibilidad de mascarillas o de los plausible que sea implementar medidas de distanciamiento social o desinfección de superficies. Los planes de contingencia, como vemos, tienen que contar con una enorme cantidad de factores a la hora de decidir qué estrategia profiláctica es mejor.

A eso hay que sumar que, como todo profiláctico, las estrategias contra el coronavirus tienen, al menos, dos efectividades: la "de uso perfecto" y la "uso habitual". Uno de los entornos donde mejor se ha estudiado esta diferencia es en los métodos anticonceptivos. El preservativo tiene una efectividad de uso perfecto del 97% y una efectividad de uso habitual de entre el 82-85%. Eso quiere decir que hay un margen de entre un 13 y un 15% de casos en los que el método funciona mal, no pode defectos de fábrica, sino porque los usuarios lo manejan mal, se ha conservado deficientemente o una larga serie de factores que pueden afectar a su efectividad al margen de las pruebas del laboratorio.

Cuando hablamos de salud pública, las respuestas categóricas se desvanecen. El problema al enfrentarnos al asunto de las mascarillas es que no tenemos datos de uso habitual (y, de hecho, tampoco sobre uso perfecto en sentido estricto). En primer lugar, por una cuestión ética (el índice de Pearl aplicado a este caso consistiría en dar a grupos distintos métodos diferentes y ver los resultados) y, en segundo lugar, porque no parece que el tema haya suscitado investigaciones suficientes como para hacernos un juicio basado en la evidencia.

Esto nos enfrenta, de entrada, al reconocimiento de que parece razonable abandonar cierta pretensión de que una u otra estrategia es erróneo per se. En particular, en el contexto español, la idea de que las mascarillas no funcionan en la población general. El debate técnico, como vemos, es mucho más complejo y tratar de cerrar en falso la cuestión no tiene demasiado sentido. Es cierto, que, desgraciadamente, no contamos con todos los datos para evaluar las decisiones de los distintos países en su contexto, pero eso no quiere decir que el debate no tenga sentido.

Imagen | Michael Amadeus

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