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Cuando ocho personas fingieron oír voces para demostrar que la psiquiatría estaba mal: luces y sombras del experimento de Rosenhan

A mediados de 1972, ocho personas se presentaron en distintos psiquiátricos de Estados Unidos. Nunca habían estado enfermos, ni parecían haber tenido ningún tipo de antecedentes de interés; no obstante, hacía poco que escuchaban voces de su mismo sexo. No eran claras, no se entendían bien, pero parecían decir cosas como "vacío", "golpe" y "hueco". Fueron ingresadas.

El diagnóstico más común fue la esquizofrenia, pero justo al ser internadas las voces desaparecieron. Contado así, parece magia, casi un milagro. Sin embargo, la realidad es mucho más prosaica: todo era mentira, una mentira que hizo temblar los pilares de la psiquiatría moderna.

¿Cómo distinguir locos de cuerdos?

“Si la cordura y la locura existen, ¿cómo reconocerlas? La pregunta no es caprichosa ni insana en sí misma. Por mucho que estemos personalmente convencidos de que podemos distinguir lo normal de lo anormal, la evidencia simplemente no es convincente”. Estas son las primeras líneas de uno de los textos más conocidos y polémicos de la historia de la salud mental: ‘On Being Sane In Insane Places’, el artículo del experimento de Rosenhan.

Publicado en Science en 1973, tras una intensa década en la que muchísimos activistas habían tratado de impugnar los métodos, prácticas y fundamentos de la salud mental del momento, el trabajo de David Rosenhan, profesor de la Universidad de Stanford, fue uno de los grandes argumentos que abonaron algunas de las grandes reformas psiquiátricas de ese momento. Precipitadamente, habría que decir.

Un día, mientras escuchaba una charla de R. D. Laing, una de las voces más influyentes del movimiento antipsiquiátrico, Rosenhan se dio cuenta que no sabía a ciencia cierta qué fiabilidad, validez o exactitud tenían los diagnósticos psiquiátricos. ¿Estábamos identificando correctamente a aquellos que tenían un problema de salud mental?

De los ocho pseudopacientes a los 41 pacientes falsos

David Rosenhan

Para descubrirlo, Rosenhan seleccionó a otros siete colaboradores sanos (los 'pseudopacientes') y se presentaron en 12 psiquiátricos de cinco estados norteamericanos. El equipo estaba formado por personas de distinta edad, género y profesión. Ninguno tenía antecedentes de enfermedad mental y, aunque se usaron distintos pseudónimos, todos los datos de sus historias clínicas fueron reales.

Colarse en un psiquiátrico

El plan era, sencillamente, que durante la evaluación psiquiátrica inicial, los pseudopacientes dijeran estar escuchando voces de su mismo sexo que no se entendían bien. Escogieron ciertas palabras que, según la literatura psiquiátrica, guardaban alguna relación con la crisis existencial y la psicosis. Eso era todo.

Y funcionó, los pseudopacientes fueron internados en los 12 hospitales psiquiátricos a los que fueron. Rosenhan procuró que fueran de distintos tipo y condición. Había desde manicomios rurales mal financiados a centro privados de alto standing pasando por hospitales urbano de referencia internacional. Todos picaron: En todas las ocasiones excepto una, los pseudopacientes fueron diagnosticados de esquizofrenia.

Una vez dentro, el protocolo del experimento requería que los pseudopacientes se comportasen con normalidad. Explicarían que habían dejado de oír voces y se mostrarían cooperativos con el personal sanitario del hospital. Sin embargo, salir no iba a ser tan fácil como entrar: los ocho de Rosenhan estuvieron, de media, 19 días internados (7 el que menos y 52 el que más).

Y solamente pudieron salir tras admitir que tenían un problema de salud mental y aceptar tratarse con antipsicóticos. Eso sí, con un diagnóstico de “esquizofrenia en remisión”. Mientras tanto, casi un tercio de los pacientes normales fueron capaces identificar a los pseudopacientes con impostores.

Los impostores falsos

Ese fue el primer experimento, el siguiente se realizó en un hospital vinculado a una Universidad y cuyo personal había escuchado hablar del experimento, pero dudaba que tal error pudiera ocurrir en su centro. Rosenhan y su equipo informaron al personal de que en algún momento (durante los siguientes tres meses) uno o más pseudopacientes intentarían ser ingresados en el hospital psiquiátrico.  

Durante esos meses, 193 personas trataron de ser internados y el hospital identificó 41 como posibles pseudopacientes. La tasa de ingresos bajó en esos tres meses. Rosenhan no había enviado a nadie e interpretó el resultado como una muestra más de lo poco exacto que era el sistema de diagnóstico psiquiátrico.

En su artículo de Science, Rosenhan explica que todos los pseudopacientes sintieron una profunda sensación de deshumanización y señalaba lo difícil que era quitarse de encima diagnósticos tan estigmatizantes como estos. Según las descripciones de su equipo, aunque el personal parecía tener buena voluntad, la violación de la intimidad, el abuso (a veces hasta físico) y la despersonalización eran cosas habituales en los psiquiátricos de la época. Sin embargo, el experimento deja mucho que desear.

Los problemas de Rosenhan

En realidad, y aunque es uno de los experimentos más usados contra la psiquiatría, lo cierto es que no es demasiado sólido. Como señalaba Jussim (2017) estamos hablando de un experimento con una muestra muy pequeña de personas que acudían al médico aduciendo síntomas que, según el conocimiento del momento, estaban estrechamente ligados con la psicosis y la esquizofrenia. Además, la mayoría de los pseudopacientes (que recordemos, habían acudido voluntariamente para ser internados) permanecieron dos semanas en los centros siendo tratados.

En realidad, a poco que pensamos sobre qué debían haber hecho los psiquiatras vemos que no se trata de nada poco razonable. Seymour S. Kety en su crítica al estudio de Rosenhan comentó que

"Si me bebiera un litro de sangre y acudir a la sala de emergencias de cualquier hospital a vomitarlo, el comportamiento del personal sería bastante predecible: si me etiquetaran y trataran como si tuviera una úlcera péptica sangrante, dudo que pudiera argumentar de manera convincente que la medicina no sabe cómo diagnosticar esa afección".

Y tenía bastante razón. La psiquiatría, al contrario de otras ramas de la medicina, no puede recurrir a otras pruebas para confirmar las distintas enfermedades. ¿Dos semanas de monitorización a personas que habían explicado tener síntomas ampliamente relacionados con las crisis existenciales y que habían acudido voluntariamente es demasiado tiempo? ¿No está justificado el diagnóstico de "esquizofrenia en remisión" cuando en aquella época eso significaba que "el paciente no muestra signos de la enfermedad"? (Jussim, 2017)

Otro aspecto importante es recaer en que durante el segundo experimento (el de los falsos impostores) las únicas conclusiones razonables con las cifras que da Rosenhan señalan que los métodos de la época eran precisos en un 94% (Jussim, 2017). No hace falta que señale que un 94% no es una mala cifra para la época de la que estamos hablando.

No quiero decir que el sistema psiquiátrico funcionara bien: no lo hacía. Era un auténtico despropósito y la práctica totalidad delos países del mundo. Durante una época, recopilé historias de los psiquiátricos españoles de antes de la década de los 80 y eran realmente salvajes. En ese sentido, Rosenhan fue un estudio clave para romper el status quo y aliviar mucho sufrimiento. Aunque, como ocurre a menudo con el activismo, fue un estudio injusto: no es un estudio que se pueda seguir usando hoy como si fuera un argumento válido. Sabemos que no lo es.

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