Alguien podría objetar al término “vida eterna” porque esto sería físicamente imposible en nuestro universo: el Sol algún día se tragará a la tierra y el mismo cosmos se estirará tanto que la materia misma se desintegrará. Así que vamos a permitirnos el lujo de hablar de “vida eterna” para referirnos a eso de no morir por causas naturales y así poder hablar de otras objeciones. Las que se hacen desde la ética.
El debate ha sido reabierto por Stephen Cave, investigador del Instituto para la Tecnología y Humanidad, de la Universidad de Cambridge. Cave ha publicado recientemente su libre Should You Choose to Live Forever? (que podríamos traducir como ¿Deberías elegir vivir para siempre?).
En una entrevista publicada la semana pasada en el diario The Times, el investigador esbozaba dos de sus argumentos en contra de esta prolongación indefinida, de la vida eterna. Uno ecológico y otro social.
Cave argumenta que, incluso avances relativamente pequeños en la esperanza de vida podrían hacer que aumentara la presión sobre los recursos de este planeta. “Si piensas que el planeta ha alcanzado su capacidad de carga por los humanos, o que quizás ya la haya excedido (…), entonces esto podría ser absolutamente catastrófico,” explica el experto.
El segundo argumento tiene que ver con la posibilidad de que cualquier tratamiento que permitiera alargar indefinidamente nuestra vida no llegaría a toda la población sino solo a una pequeña élite que pudiera permitírselo. “Tenemos este terrible escenario, de esta gerontocracia increíblemente rica y poderosa, que observa pasar generaciones de nosotros, gente corriente, como a las moscas.”
Son dos reservas habituales entre quienes se plantean de forma crítica algo que en principio parecería una maravillosa idea. Tanto es así que podemos encontrar en las hemerotecas a quienes han postulado sus contraargumentos.
En contra de vivir para siempre
Por ejemplo, en un artículo publicado en 2018 en The Conversation, John Davis, profesor de filosofía de la Universidad del Estado de California en Fullerton, se muestra partidario de la extensión de la vida, ofreciendo sendos contraargumentos a estas consideraciones.
Davis debate en cambio el argumento de la desigualdad, esgrimido antes por pensadores como John Harris, de la Universidad de Manchester. Para Davis el hecho de que un avance no pueda llegar a toda la humanidad no es motivo para que no pueda ser aprovechado por unos pocos. Lo contrario sería, explica, “igualarnos por lo bajo”.
Con respecto al argumento de la presión sobre el medioambiente, Davis sostiene que sería posible introducir medidas como el control de la natalidad para evitar la superpoblación. Esta prohibición sería difícil de implementar, explica, “pero tratar de prohibir la extensión de la vida sería igualmente difícil”.
Pese a mostrar su desacuerdo con estos dos argumentos centrales, Davis sí admite que existirían problemas derivados de la extensión de la vida: “los dictadores podrían vivir mucho más de la cuenta, la sociedad se volvería demasiado conservadora y aversa al riesgo y las pensiones tendrían que ser limitadas.”
Otro defensor de extender la vida que llama la atención sobre algunos aspectos éticos a tener en cuenta es Brian Patrick Green, biólogo gerontólogo y cofundador del centro de investigación en envejecimiento SENS. “No hay nada intrínsecamente malo con extender la vida humana saludable, incluso en gran medida”, explica.
Sin embargo señala alguno de los argumentos vistos hasta ahora: límites ecológicos, justicia y acceso, surgimiento de una sociedad aversa al riesgo y sumergida en la “stasis”… Green también recuerda que, aunque la vida humana sea valiosa en sí misma, para muchos no es el “bien moral” último: muchos son los que dan su vida por otros objetivos, quizás existan por tanto otras prioridades.
Problemas, y beneficios complementarios
Este es un asunto que lleva interesando a filósofos y científicos desde hace tiempo. En 2007 los investigadores Martien Pijnenburg y Carlo Leget, de la Radboud University en los Países Bajos, escribían un artículo en la revista Journal of Medical Ethics en el que mostraban también una postura poco favorable con respecto a eso de vivir para siempre.
Los autores se basan en tres argumentos, comenzando por el de la justicia. El segundo es el de la dimensión relacional: una crítica a la dimensión “individualista” de la prolongación de la vida. El tercero tiene que ver con la búsqueda de realización, del “sentido de la vida”, búsqueda que podría verse afectada para quienes viven la vida sin esperar a su fin.
La crítica al “individualismo” nos sirve de recordatorio de que este es un debate que se solapa con otros, quizá más actuales, como el de la eutanasia. Como se plantea Davis en su propio artículo, en un mundo de longevidad ¿estaríamos moral o legalmente obligados a extender nuestra vida? Para muchos la respuesta puede depender de algo tan variable como cómo formulemos la pregunta.
Independientemente de las consideraciones negativas que puedan plantearse, la lucha científica por lograr la “vida eterna” continúa, y buena parte de la financiación que engrasa la maquinaria de la investigación procede de grandes donantes.
Cave señalaba en su entrevista que a menudo la investigación científica genera beneficios complementarios. Es posible que algún día estos avances se traduzcan en pequeñas mejoras en la esperanza y la calidad de vida del resto. Quizá en ciencia el efecto derrame sea algo más que un mito. Habrá que esperar, que tiempo aún nos queda.
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