Una de las delicias más desconocidas de Londres son los dinosaurios de Crystal Palace. A mediados de un siglo XIX que nos tenía borrachos de progreso, el príncipe Alberto, el marido de la Reina Victoria, quiso reunir todos los avances de la humanidad en un solo lugar: en un enorme palacio de hierro fundido y cristal que se levantó en mita del Hyde Park londinense.
Tras la ‘Gran Exposición de los trabajos de Industria de todas las naciones”, los británicos le habían cogido tal cariño al Crystal Palace que decidieron desmontarlo y volverlo a montar unos kilómetros más al sur de la ciudad. Pero el palacio no se fue solo: en 1854 se instalaron unas enormes esculturas que trataban de representar dinosaurios y otros animales extintos. El término clave aquí es “trataban”.
Aunque Benjamin Waterhouse Hawkins y Richard Owen hicieron todo lo posible para garantizar la rigurosidad científica de las esculturas, vistas desde hoy son lo que en términos paleontológicos llamaríamos un “sinsentido monumental que no hay por donde cogerlo”. Aquí en Xataka hemos hablado mucho de retrofuturismo siguiendo aquel viejo adagio ciberpunk de que “el futuro influye más en el presente que el pasado”. Sin embargo, si, como muestra Juan Ignacio Pérez, el futuro ha cambiado mucho, el pasado no se queda atrás.
La imagen del saurio
El caso de los dinosaurios es conocido porque Jurassic Park lo ha hecho popular reiteradamente. A día de hoy, sabemos con mucha seguridad que esos enormes bichos que gobernaban la Tierra en el mesozoico tenían plumas. Pero es una información que llegó demasiado tarde como para poblar de Tiranosaurios rex emplumados con llamativos colores nuestras pesadillas. Ocurre algo similar con las estatuas griegas que, en un su momento, estaban pintadas de alegres colores. Nada que ver el aspecto serio y perlado que manejan en la actualidad.
En parte, ese problema empezó a fraguarse en Londres en la década de 1870. No hizo falta ni que acabara la década para que las esculturas de Hawkins quedaran completamente desfasadas. En 1878, el descubrimiento de 38 esqueletos completos desmontó las ideas que había encima de la mesa, pero sin registro fósil con el que comparar tampoco consiguieron avanzar demasiado.
Para después de la segunda guerra mundial, los dinosaurios eran bestias lentas, torpes y abotargadas cuya forma dependía del animal no extinto que los artistas o investigadores tomaran como referencia. No fue hasta 1964 cuando los hallazgos de John Ostrom mostraron que los dinosaurios podían ser “armas letales” rápidas y certeras. Eso fue mucho más fácil de asumir que lo de las plumas, claro (y eso que los primeros indicios datan ya de 1864) porque son cosas que han pasado a convertirse en parte del imaginario cultural.
Un imaginario que no deja volverse cada vez más endeble. Esta semana, por ejemplo, hemos descubierto que hace 210 millones de años — justo cuando los dinosaurios alcanzaban su mayor tamaño — teníamos un antepasado (primo, más bien) de los mamíferos del tamaño de un elefante. Algo que hasta ahora no creíamos siquiera posible. Esto me ha hecho pensar no tanto en “los futuros del pasado” como en “pasados del futuro”. Es decir, en cómo verán el pasado los que están por venir.
Los pasados del futuro
No, no voy a dar rienda suelta al Dronte más prospectivo. Pensar en los “pasados del futuro” es una forma de contener nuestra forma de entender las conclusiones que extraemos sobre el pasado y, sobre todo, las polémicas que trazamos sobre él. Como dice Javier Arcos, es “una piedra con la que se tropieza una y otra vez en historia de la ciencia”. Se repiten constantemente las polémicas durísimas sobre datos muy escasos que, en cuestión de años, se resuelven de forma sencilla gracias a la tecnología.
El ejemplo más reciente es cómo el trabajo de Hahn y Kern destroza la teoría neutralista de la evolución molecular que ha imperado en el campo durante los últimos 50 años. Los biólogos evolutivos han enfatizado la importancia de las mutaciones neutrales en el ADN; es decir, creían que la mayoría de mutaciones no eran ni mejores ni peores que lo que sustituían. Luego vinieron los datos genéticos reales y el consenso se vino abajo. Esto, como decía, es el pan nuestro de cada día.
No sería un problema si muchos de los mitos más vivos de la actualidad no estuvieran construidos sobre los restos del naufragio de viejas teorías científicas. Y es algo que, según muchos filósofos de la ciencia, es irresoluble. En 1981, Larry Laudan publicó con su “Refutación del realismo convergente” la defensa más interesante que tenemos de la llamada “inducción pesimista”.
La inducción pesimista nos dice que «la propia historia de la ciencia proporciona innumerables ejemplos de teorías empíricamente exitosas que fueron rechazadas; desde perspectivas posteriores, no pueden ser considerados como verdaderas ni siquiera aproximadamente verdaderas». No se trata de una invitación a caer en el relativismo, sino a tener en cuenta la naturaleza provisional de la ciencia. Y eso que hablamos de nuestro mejor sistema para conocer el mundo.
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