El lunes 20 de mayo, la pesa de iridio y platino que ha servido como la referencia universal del kilogramo durante los últimos 130 años acaba su guardia. A partir de hoy, la unidad de masa de referencia internacional estará definida según las propiedades fundamentales de la materia.
Es decir, hoy se consuma uno de los proyectos sociales e intelectuales más importantes que han existido jamás a la altura del descubrimiento de las ondas gravitacionales, el descubrimiento del bosón de Higgs o la fotografía del horizonte de sucesos del agujero negro. Será algo discreto, no lo notaremos; pero es un momento histórico.
El sueño de medir el mundo
En la España previa al siglo XIX, una libra pesaba 351 gramos en Huesca, 575 en Coruña o 372 en Pamplona. Aquel era un tiempo en que el mundo se pesaba de millones de formas diferentes. Solo en Francia, antes de la revolución, había 250.000 de unidades de medida distintas. Pero es que entonces, el mundo era muy grande y la economía era muy pequeña.
A medida que el planeta se hacía pequeño y la economía se volvía global, los usos y costumbres locales pasaron a ser el enemigo de las nuevas élites racionalistas e ilustradas. Como explicaba José Manuel Blanco durante el siglo XIX, las unidades de medida pasaron a ser uno más de los terrenos de batalla donde se jugaba el futuro el proyecto de la modernidad. Lo que no sabían estos ilustrados es que el proyecto iba a ser mucho más complejo de lo que podían imaginar.
El 20 de mayo de 1875 17 países firmaron el Tratado del Metro por el que el mundo pasaba a tener, de facto, un sistema de referencia internacional de longitud. La máquina había empezado a andar y ya no habría marcha atrás. En 1889, se definió el kilogramo como la masa del Gran K, una pesa construida en platino-iridio y guardada por la Oficina. En 1913 se unificaron las unidades de temperatura.
En 1943, se definieron el amperio, el bar, el newton, el voltio y el vatio. En el 1960 se establecieron las seis (más tarde, siete) unidades básicas: el sistema internacional de unidades estaba cerrándose. Sin embargo, era un cierre en falso, una ficción que tenía los pies de barro. Mientras decíamos a boca llena que estábamos midiendo el mundo, lo cierto es que esas medidas eran profundamente insatisfactorias.
El fin de un proyecto
A principios de siglo XX, no podíamos estar seguro de cuánto duraba un segundo. En los años 40, un segundo fue definido como 1/86400 parte de la rotación de la Tierra. En los años 50, lo redefinimos como 1/31556925.9747 parte de lo que tarda la Tierra en girar alrededor del Sol. Y finalmente, como "la duración de 9.192.631.770 oscilaciones de la radiación emitida en la transición entre los dos niveles hiperfinos del estado fundamental del isótopo 133 del átomo de cesio (133Cs), a una temperatura de 0 K".
Esa sí era una definición buena. Una que repudiaba la arbitrariedad y asentaba las raíces del sistema universal de unidades en las propiedades fundamentales de la materia. Lo hicimos también con el metro (pasó de ser "una fracción de la distancia entre el Polo Norte y el Ecuador" a "la distancia que recorre la luz en el vacío durante un intervalo de 1/299.792.458 de segundo"), sin embargo no fuimos capaces de hacerlo con el kilo.
Mientras los científicos se mostraban incapaces para encontrar una definición exacta del kilogramo, a Gran K perdía 50 microgramos cada cien años. El kilo permanecía como el gran recordatorio de que no podíamos encontrar una medida objetiva al mundo, de que (como decía Protágoras) el hombre, con su arbitrariedad, su subjetividad, sus sesgos, es la medida de todas las cosas. El kilo era el símbolo de todas las batallas que no podía ganar el proyecto científico e ilustrado.
La clave está en el "era". A partir de hoy, el kilo pasará a estar definido alrededor de la constante molar de Planck y la Gran K de París se convertirá en una pieza de museo. 130 años después, hemos conseguido cerrar, por fin, el círculo. Es un gran día para la ciencia.