Las montañas siempre han ejercido una atracción especial sobre los seres humanos. Desde la antigüedad, siempre han estado vinculadas de una forma u otra con la divinidad. Moisés recibió las Tablas de la Ley en el Monte Sinaí, los griegos alojaron a los dioses en una suite del Olimpo, el taoísmo tenía cinco grandes montañas sagradas, los monjes budistas ya sean yamabushi o lamas encontraron refugio en las altas cumbres y los nativos hawaianos hoy en día protestan contra la construcción de un telescopio en un volcán que consideran sagrado.
Durante siglos, los arqueólogos pensaban que esa fascinación estaba relacionada con su inhabitabilidad. Al fin y al cabo, la vida a gran altitud impone una serie de limitaciones y tensiones para las cuales el cuerpo humano no siempre está preparado. Eso nos hizo pensar que las montañas de más de 2.500 metros sobre el nivel del mar, solo habrían tenido población muy recientemente en la historia de la humanidad. Nos equivocábamos.
Un paraíso lejos del hielo
Hoy, Science publica la evidencia más temprana de vida prehistórica a gran altitud que tenemos hasta la fecha. El lugar, Fincha Habera, está a más de 3.300 metros en el corazón de los montes Bale en Etiopía y, aunque no está claro si estuvo habitado permanentemente, supone un descubrimiento importantísimo para entender la capacidad de adaptación de nuestra especie.
Según los investigadores, los registros arqueológicos señalan que, hace más de 30,000 años, el refugio albergaba a una comunidad de recolectores de la Edad de Piedra que hicieron un uso intensivo de los recursos cercanos. Todo parece indicar que los humanos huyeron a las montañas durante la última glaciación, más allá del borde de los glaciales.
Allá arriba, los primeros seres humanos tenían agua en abundancia, obsidiana para construir herramientas y, como curiosidad, me parece esencial comentar que su dieta se basaba en las ratas topo gigantes que habitaban la zona. Era, pues, un refugio ecológicamente muy atractivo.
Este descubrimiento se une a los hallazgos arqueológicos de los últimos años en lugares como el altiplano andino o la meseta tibetana. Todos ellos permitían situar comunidades humanas viviendo a gran altura, pero el yacimiento de Fincha Habera es tan antiguo que le da la vuelta al problema adelantando la presencia humana a esas cotas muchos años antes.
Y más allá del debate historiográfico, el descubrimiento invita a reflexionar sobre los límites de la curiosidad humana y, como decía antes, sobre nuestra capacidad de adaptación. La historia de la humanidad está llena de proezas técnicas, sociales y logísticas que no hemos hecho más que empezar a descubrir.
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