No se sabe a ciencia cierta cómo, 4.000 años antes de Cristo, descubrimos que el hierro se fundía a 1535 grados. Pero lo hicimos. De esa época datan los primeros objetos fabricados con este metal; sin embargo, su uso parece ceremonial y escaso. Se sabía trabajar el hierro, pero ese saber era tan rudimentario que no merecía la pena hacerlo.
El verdadero boom del hierro vino después, cuando en torno al siglo XII y X a. C., las sociedades del bronce plenamente constituidas empezaron a notar los yacimientos de estaño empezaban a vaciarse. Y aún así costó mucho: localizar el hierro, fundirlo a temperaturas altas y, finalmente, forjarlo seguía siendo una proeza técnica. Siguió siéndolo mucho tiempo. Por eso, cuando los primeros exploradores europeos se internaron en los helados páramos del ártico, se sorprendieron al ver que los inuit usaban herramientas de hierro.
¿Cómo era eso posible? Por un lado, era evidente que no tenía la capacidad técnica para fundir el hierro en aquellas condiciones, tampoco debía de ser sencillo encontrar vetas de hierro en mitad del frío y la nieve. Y, sin embargo, tenían arpones y herramientas que, por su factura técnica, no había sido fabricados en otro sitio y llegado a sus manos a través de mercaderes.
La Tienda, la mujer y el perro
Lo que sí sabían hacer era estampar y martillear el metal. Es decir, sabía "forjar en frío". Por eso, cuando en 1818 la primera expedición de Ross contactó con unos inuit en la costa norte de la bahía de Melville, no se sorprendieron al enterarse de que estaban allí porque cerca había una fuente cerca de hielo. Debía de haber una masa metálica relativamente pura (¿un meteorito?) fácilmente accesible que les resolviera los principales problemas técnicos del trabajo del hierro.
Los hombres de Ross intentaron encontrar esa fuente siguiendo las indicaciones de los lugareños, pero el mal tiempo y el hielo marino les impidieron hacerlo. En 1818 y 1883, las principales potencias interesadas en el ártico (Gran Bretaña, Suecia y Dinamarca) organizaron numerosas expediciones para buscar ese ya mítico lugar. Sin demasiada suerte, es cierto. No fue hasta 1894 cuando Robert E. Peary lo encontró en la hoy conocida como Isla del Meteorito, al norte de Groenlandia. Eran varios fragmentos de un enorme meteorito que, según parece, llevaba unos 10.000 años en aquella zona del Cabo York.
Según Peary, los habitantes de la zona los conocían como "La Tienda" (una pieza de 31 toneladas), "La Mujer" (de tres toneladas) y "El perro" (de unos 400 kilogramos). Durante tres años, Peary trató de sacar los meteoritos de allí y venderlo al mejor postor. No era una tarea sencilla porque requería, incluso, la fabricación de un pequeño ferrocarril que acercara la enorme piedra a la costa. Pero, finalmente, lo hizo y vendió el meteorito al Museo Americano de Historia Natural de Nueva York por el equivalente actual de un millón y medio de dólares.
Peary, que años después se reivindicaría fraudulentamente como la primera persona en viajar al Polo Norte, no parecía una persona especialmente rigurosa y, pese al esfuerzo de ingeniería que supuso el proyecto, se dejó mucho material atrás. En 1963, Vagn F. Buchwald descubrió una cuarta pieza, "el Hombre", de alrededor de 20 toneladas métricas y que hoy se puede ver en el Museo Geológico de Copenhague. Con el tiempo se han ido encontrando varias piezas más.
El secreto de los inuit para fabricar herramientas de hierro siglos antes de tener la tecnología para localizarlo, fundirlo y forjarlo era ese: la suerte. La misma que probablemente tuvieron algunos sumerios o algunos egipcios 4.000 años antes de Cristo. Y, si os soy sincero, creo que es maravilloso ver cómo con un poco de suerte, el ser humano es capaz de construir civilizaciones enteras.
Imagen | Ethan Hu