Hace más de un siglo, las expediciones etnográficas recorrieron amplias regiones del sur de Australia con la idea de entender mejor a los pueblos aborígenes que aún habitaban en aquellas tierras. Allí, escucharon y registraron cientos de historias que les enseñaron la importancia del cielo estrellado en los mares del sur.
La historia de las "Siete hermanas", por ejemplo, describía cómo un cazador (la constelación de Orión) perseguía, durante todo el año, a siete hermanas (el cúmulo estelar de las Pléyades) para no alcanzarlo nunca. La historia está llena de detalles y nos cuentan como la "magia" de los personajes va fluctuando al ritmo que cambia el brillo de tres estre... ¿Cómo? No, esto no puede ser. Corta, corta.
El cielo a simple vista
En general, antropólogos e historiadores coinciden en que los pueblos australianos fueron muy buenos conservando sus historias. Muchas de ellas se basan en sucesos reales y se pueden datar con una precisión increíble. Por eso, cuando en 2008, Selena Fredrik planteó que los aborígenes conocían, desde hace siglos, que Betelgeuse, Aldebarán y Antares cambian su brillo en ciclos de entre 400 días y cinco años, la comunidad científica no sabía qué creer.
En la tradición científica occidental, Sir John Herschel detectó por primera vez ese fenómeno en 1836. No parecía probable que los pueblos australianos fueran capaces de identificar ese fenómeno. Detectar cambios tan poco comunes es algo de todo menos trivial, y mucho menos hace miles de años.
Ahora un nuevo estudio explica que, en realidad, identificarlo era mucho más sencillo de lo que parece. Según Bradley Schaefer, profesor de la Universidad Estatal de Lousiana, los registros etnográficos más antiguos tienen “pruebas reales” de que los aborígenes sí conocían el dato en cuestión.
Schaefer argumenta convincentemente que las variaciones del brillo son detectables a simple vista. Las tres variaciones están por encima del umbral que necesita una persona no entrenada para detectarlo. Usando las estrellas cercanas es una identificación relativamente sencilla.
Si fueron capaces de conservar en sus historias las líneas de costa de hace más de 7.000 años, solo nuestro prejuicio nos impide creer que los aborígenes conocieran el brillo fluctuante de las estrellas antes que la ciencia occidental. La pregunta real es: ¿Qué más cosas se ocultan en esas historias?