En 1818, cuando una expedición dirigida por John Ross se cruzó con ellos alrededor del fiordo de Inglefield, los inughuit llevaban siglos sin ver a ningún otro ser humano. Descendientes de los pueblos thule, llegaron a Groenlandia en el siglo XIII y vivieron una pequeña edad de oro hasta que, en torno al siglo XVII, el cambio climático los aisló del resto de la humanidad.
Una comunidad de no más de 200 personas y, como diría Javier Peláez, 500 años de frío.
Solos en el silencio blanco
Eso convirtió a los inughuit en un pueblo singular. Sin embargo, el contacto con el exterior los cambió rápidamente. Pocos años después del encuentro con Ross, los inuits de la Isla de Baffin establecieron un línea comercial estable y las nuevas tecnologías fueron introduciendo en la vida de los inughuit. Knud Rasmussen estableció un puesto comercial en Uummannaq en 1910 e intentó modernizar la sociedad inughuit a lo largo de las siguientes décadas.
Sin embargo, lo que más me interesa de la historia fue lo que ocurrió antes de Ross: los muchos más de cien años de soledad en el desierto blanco. Porque todos hemos escuchado historias de soldados japoneses que no se rindieron tras el final de la Segunda Guerra Mundial, de náufragos que quedaron perdidos en una piedra en medio del mar o de personas viviendo en lugares tan remotos que su contacto con el resto del mundo es meramente anecdótico, pero no hay tantos casos de seres humanos que pensaran que eran los últimos.
El fin del mundo siempre ha sido un tópico literario permanente al menos desde que Platón nos hablara de los cataclismos que acabaron con las antiguas humanidades. Pero no dejaba de ser una aplicación de la idea del "eterno retorno" que Nietzsche reconstruyó mucho siglos después: la humanidad desaparecía, como un árbol que perdía el follaje en invierno, para volver a resurgir. La idea de destrucción permanente era, como señalaba Thomas Moynihan en su 'X-Risk : How humanity discovered its own extinction', virtualmente impensable.
La idea de que podemos llegar a ser los últimos
Moynihan sostenía que no han sido hasta los últimos 200 años cuando el ser humano fue consciente de que la posibilidad de su propia extinción era algo real. Ni siquiera las riquísimas (y extrañísimas) tradiciones mesiánica judaica y apocalíptica cristiana llegaron a imaginar un mundo sin nosotros. Solo un largo proceso permitió entender qué eran todos esos restos inexplicables y cómo señalaban, de una forma u otra, que no existía un "principio antrópico": no éramos el resultado natural de la evolución del universo y, por consiguiente, podíamos desaparecer de la faz de la Tierra.
Sin embargo, en un remoto rincón de Groenlandia, la realidad (la imposibilidad de encontrar más humanos por muy lejos que viajaran hacia cualquier dirección) impuso la idea del fin del mundo. A principios de siglo XX, Rasmussen trató de registrar el impacto antropológico de esa idea, pero en menos de 100 años todo había cambiado demasiado. No llegaban ni el eco de esa humanidad que creyó sola.
En ese sentido, los inughuit pre-Ross serán siempre un gran misterio; sin embargo, lo que sintieron en aquellos siglos de aislamiento es algo que, inevitablemente, volveremos a sentir si decidimos colonizar el espacio exterior.
Imagen | Damon On Road