El 15 de junio de 1752 hubo tormenta en Filadelfia. Mientras los vecinos se preparaban para el chaparrón un señor de cuarenta y pico años corría bajo la lluvia con una cometa hecha con varillas metálicas. El artilugio estaba amarrado a un hilo de seda en cuyo otro extremo había una llave metálica. El señor se llamaba Benjamín Franklin y estaba a punto de demostrar que las tormentas eran fenómenos eléctricos.
De aquel famoso experimento, Franklin extrajo la idea de colocar una antena metálica en los tejados para usarla como pararrayos. Desde entonces, y han pasado ya más de dos siglos y medio, la tecnología para parar rayos no ha evolucionado prácticamente nada. Ahora un nuevo sistema europeo quiere darle la vuelta a la tortilla.
¡Rayos y centellas!
El Laser Lighting Rod, que así se llama el proyecto, tiene su sede en el pico Säntis, en el noroeste de Suiza. Allí se alza un observatorio que recibe, cada año, más de un centenar de impactos con la idea de estudiar minuciosamente todo lo relacionado con uno de los fenómenos más interesantes (y esquivos) de la naturaleza.
Su intención es utilizar láseres para controlar los rayos. Sin embargo, como explica Aurélien Houard, Coordinador de Proyectos y Físico en el Laboratorio de Óptica Aplicada de Palaiseau "la idea no es nueva". En teoría, "gracias al láser podemos proyectar la energía a larga distancia con el fin de crear un camino para el rayo y convertirlo en una especie de guía vaciando el aire con la ayuda de impulsiones de láser muy potentes".
Lo que hacen es instalar "un pequeño pararrayos junto al láser con el que guiamos el rayo". Intentan así no solo proteger el láser sino atraer la corriente hacia un lugar concreto de la tierra para proteger todo lo que hay alrededor. Quieren descargar las tormentas.
Por ahora, las pruebas de laboratorio solo permiten precipitar rayos de uno o dos metros, por lo que queda bastante trabajo por delante. Pero es prometedor. Con este proyecto, la Unión Europea crear sistemas que proteger instalaciones especialmente vulnerables, desde centrales nucleares a aeropuertos.
Imagen | Josep Castells